¿Qué hacemos aquí?

 

El primer día que pisé el instituto fue también el día que conocí a don Mariano. Yo estaba cagado de miedo, como el resto de compañeros, quiero creer, a excepción de Novoa, que ya el primer día se sentó al fondo con los auriculares puestos y un bigotillo ridículo que dejaba claro que nos sacaba un par de años al resto.

Don Mariano entró a clase con aire acelerado, lanzó su maletín sobre la mesa como si sólo llevase aire en él y se plantó frente a nosotros, callado, con la cabeza alta y su enorme panza rozando mi pupitre en la primera fila. Toda la clase entendió al momento por qué Novoa le llamaba «el tonel». Don Mariano se tomó unos segundos para pasear sus diminutos ojillos por nuestros rostros asustados sin que nadie se atreviese a abrir la boca y, cuando la situación no daba más de sí, dijo con voz grave y segura:

–¿Por qué estáis aquí?

El silencio se sostuvo unos instantes y, después, un par de risas al fondo, unas cuantas miradas de extrañeza y una valiente voz de niña replicó:

–Porque toca Sociales.

Don Mariano asintió paciente e insistió:

–Sí, sí. Ya sé que toca Sociales, pero ¿alguien sabe decirme por qué estáis aquí sentados, escuchando hablar a este viejo?

–¡Porque nos obligan! –protestó la voz chillona de un crío todavía a medio hacer.

El maestro obvió el comentario y buscó entre los chicos y chicas que poblaban la clase una respuesta más convincente.

–Para aprender –dijo al fin una muchacha, sin querer mojarse mucho más.

–Muy bien –otorgó complacido–. ¿Y para qué queréis aprender? –preguntó de nuevo.

Diez o doce hombros se encogieron y unos cuantos compañeros comenzaron a cuchichear, como diciendo «¿qué dice el gordo éste?», pero don Mariano no se rindió y se mantuvo a la espera, parado frente a los treinta renacuajos que le miraban como si perteneciese a otra especie.

Tras unos segundos de silencio, yo me decidí a romper el hielo, por acabar de una vez con aquella escena que parecía no tener y fin y dije con un hilo de voz:

Para que no me engañen.

Don Mariano pareció asombrarse, retrocedió un pasito para poder mirarme bien por encima de su descomunal tripa y expresó arrugando el gesto:

¿Cómo que para que no te engañen?

Pues eso –respondí sin más–. Mi padre dice que todo el mundo le quiere engañar. En el trabajo, en el banco, los políticos… Yo no quiero que me engañen, así que voy a aprender mucho para ser más listo que los que me quieran engañar –concluí sin ser muy consciente de lo que había dicho.

Don Mariano sonrió divertido por el improvisado discurso de aquel antisistema de pacotilla que le miraba desde la primera fila, asintió conforme y comenzó la que sería la primera de muchas clases.

Cuando se jubiló, no muchos años después de aquello, me reconoció dos cosas: que él también iba cagado a clase el primer día de cada curso y que aquella respuesta se le quedó grabada.

Ayer volví a visitar a don Mariano a la residencia. A sus setenta y todos el alzheimer no perdona. La enfermera me contó que rara vez reconoce a sus hijos, pero que todavía hoy se pasa horas narrándole los pormenores de la Batalla de Bailén a cualquier oído que finja escucharle.

Los franceses sólo aprenden por las malas –decía siempre en clase.

Lo encontré en su silla, frente a su ventana de costumbre, observando los picos ya nevados de la sierra. Le saludé con alegría y le expliqué quién era, como siempre que iba a verle, y él mintió, también como siempre, «sí, sí, ya me suena, joven», pero esta vez ni siquiera aprecié en su mirada aquel brillo de fugaz lucidez que de vez en cuando se dejaba caer por allí.

He sacado la plaza, don Mariano –le anuncié todo sonriente–. Profe de Historia, como usted.

Algo dentro de mí esperaba una reacción en el anciano que no se dio. Tan sólo asintió con nervio y articuló un par de palabras inaudibles con los ojos fijos más allá del cristal de la ventana.

Sólo quería darle las gracias por todo –dije–. Y… bueno, ya sabe, si quiere usted darme algún consejo…

Don Mariano, esta vez sí, dirigió hacia mí una mirada vidriosa y, con voz pausada y una extraña fatiga, comenzó a decir:

Joven, enseñar es un acto de rebeldía… Y también lo es aprender. No hay nada más antisistema que un grupo de adolescentes escuchando a un viejo hablar de cómo le pateamos el culo a los franceses. Usted puede evitar que esos chicos se dejen pisotear. Usted puede evitar que les engañen. Eso es lo único importante.

Después, devolvió la atención a su ventana y se mostró algo ausente durante el resto de la charla, pero don Mariano había sembrado ya en mí una pasión y una sonrisa que todavía hoy duran.

No estoy seguro de si conseguiré ser tan importante para mis alumnos como lo fue don Mariano para mí, lo que sí sé es cómo comenzaré mi primera clase.

¿Vosotros qué hacéis aquí?

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